Hago memoria de los muertos de mi casa:
de los bisabuelos y anteriores que no conocí,
pero dejaron su estela genética y apellidos,
de los abuelos a quienes disfruté,
salvo a uno que no se pudo mantenerse despierto
y darme los mimos que me correspondían;
de mis padres, que me dejaron
en primera línea del más allá
y este vértigo compartido con mis hermanos
de quién será el primero en llegar a la meta.
Hago memoria de la mucha gente que conocí
y que se fueron silenciando para siempre;
muchos sin ocasión de despedida,
otros con el desgarro de la cercanía
y algunos con la impotencia
de no haber podido hacer nada por ellos.
Memoria especial por aquellos otros
que tomaron la vereda confundida
y acortaron sus días con la ceguera
de no haber descubierto el portillo
que daba a la gran avenida.
Memoria por quienes nadie los recuerda,
por quienes no conocieron el calor del hogar,
quizás porque el hogar ya se había apagado
y estaba habitado por la congelación.
Memoria por quienes no están registrados
en el índice de ningún escritorio formal,
y encima les toca vivir la esclavitud
de alguna adicción que les apartó del mundo.
Memoria por quienes figuraban alistados
en la nómina de la hambruna
-no importa en qué latitud ni longitud-
y ni siquiera llegaron a ser vagón de cola
de un mercancías paralizado en vía muerta.
Memoria, Dios mío, de quienes no figuran
en memoria alguna, sino en el fondo del abismo,
antes de haber alcanzado el noble objetivo
de poder comer cada día.
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