A Matilde Fuentes
Imagino, desde la atalaya de la distancia,
los altos y combatientes muros de agua
en formación, que se suceden en la mar,
con el fragor y disciplina que les empuja
a esos nazarenos de blanco y capirotes de espuma
que acaban estremeciendo las arenas de la playa.
Agua sin fin, sales disueltas en su punto,
vidas agitadas que se esconden
en espera de un tiempo más bonancible;
aguas que encharcan la esperanza
y acarrean los arrancados restos vegetales
buscando una fácil y desgarradora huida.
Ruge el león marino, su boca es amenaza,
gutural desgarro desde las entrañas;
intimidan sus fieras garras, su bronco suspiro:
mil manos serían insuficientes, apenas nada,
para lograr poner fin a lo inevitable.
Madre mar furiosa, temida y temeraria,
receptáculo de todos los cadáveres,
así como de cada una de sus pertenencias:
la vida que destruyes y también regeneras
en la intimidad salobre de tus entrañas,
es muerte de la que surgirá de nuevo la vida.
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