Otoño. El ocaso llega aceleradamente
y los días se hacen más intimistas,
más recoletos y más recortados.
Tras la sobremesa, una arrancada,
un trago indigerible que no satisface
y casi de inmediato la densa oscuridad.
Me asomo al balcón y ruge la vida:
el naranjo filtra la luz y la proyecta
con sombras siempre caprichosas,
en los cubos de basura bostezan
los restos no siempre bien ordenados.
La oscuridad invita al silencio,
pero hay voces que pasan dejando
su inconfundible eco de mal gusto
y desprecio al descanso ajeno.
La luna es tan solo un tercio,
una generosa tajada de melón
que por momentos hace mutis
tras densas y juguetonas nubes.
Como tú, como yo, noche genuina,
un espectáculo único e irrepetible,
porque el de ayer y el de mañana,
con similares cadencias y acordes,
serán variedades sobre el mismo tema.
Proyectamos sombras más alargadas. En otoño las formas se recubren con la pátina de las horas del crepúsculo. Latón bruñido, el fruto del palosanto, el ocre de las hojas que se pudren y los días cada día más cortos.
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