Ya lejana, pero conocí la
luz de la inocencia,
aquella mirada blanca
donde todo era
diáfano y esperanzador,
como ese albor de la
aurora cargado de promesas
que invita a soñar un
mundo perfecto.
El azul naciente era como
el medio natural
en el que se desenvolvía
la vida,
entre la ternura de mi
madre y abuela
y la dulce sonrisa de mi
padre
que me ayudaba a descubrir
la naturaleza
en cada uno de sus
misterios.
Aprendí a respetar a la
abeja
y a valorar el trabajo de
cada animal doméstico
como una ayuda vital para
el hombre,
a distinguir, entre las
hierbas las ortigas,
también a evitarlas,
a paladear el sudor del
esfuerzo que hay
detrás de cada logro.
En suma, a vivir con gozo
cada pequeña aventura
y a fantasear cuando se
hacía remisa.
En la melancolía del
crepúsculo,
nada echo en falta, ni
siquiera el vigor de antaño,
pues de esa misma
naturaleza aprendí
que, como la hierba, las
flores y los frutos,
la vida trascurre entre un
radiante amanecer,
el esplendor de la luz y
su ocaso.
Alguien dijo que la arruga
es bella,
pero se trataba de un ardid
comercial;
la belleza del crepúsculo
radica
en los mil matices de la
luz que ya no es fulgor,
sino tonos pastel con bostezos
de sueño
y el dulce deseo de volver
a ser
la luz radiante de la
inocencia.
Acabamos de comenzar con una aurora un poco fea, veamos como nos lleva al crepúsculo.
ResponderEliminarSaludos y Felices Reyes.
Quien pudiera volver a tener esa radiante luz de la inocencia aunque bien podríamos tratar de ser esa luz con la experiencia adquirida a través de los años.Saludos
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