Nació hidalgo, porque así lo decía el rancio abolengo y los legajos que tal expresaban en los viejos y polvorientos estantes del archivo municipal. Era enjuto, de fuste altiva y pose altanera. En su alacena se había ausentado la vida, pero mantenía la compostura como valor supremo de su herencia. Sus bienes se habían ido disipando, como se volatiliza el alcohol de un franco permanentemente abierto; sólo le quedaba el viejo caserón, tan maltrecho como su físico, el escudo de armas en el dintel de la puerta sur, la aldaba de bronce y el retrato del primer Don Melquiades, quien ocupó en Flandes un puesto destacado y de máxima confianza en las tropas del Duque de Alba.
Cuando Don Melquiades no tenía con qué entretener su desportillada dentadura, distraía su mente recordando las aventuras y los sucedidos de las campañas y las glorias de su antepasado al que tanto él como todos los primogénitos varones de su estirpe debían el nombre. Había casado con Doña Mencía cuando él rondaba los cuarenta y ella, en plena juventud, acababa de ser presentada en sociedad. Se había tratado de un matrimonio de conveniencia para sus famélicas arcas, pero como quiera que Don Melquiades vivía incardinado en el pasado, sin prestar atención a sus deberes por el desposorio y como suele suceder con demasiada frecuencia, la carne joven es más violenta que la asentada por la edad; cansada tal vez de vivir de recuerdos gloriosos y gestas ajenas, cansada de no ser poseída en el tálamo y otras muchas privaciones, desapareció de su vida en busca de mejor gloria con un cómico que le prometió nuevos horizontes.
Un mal día, también le abandonó el galgo y se quedó sin un lomo al que acariciar. Para su desgracia extrema, se hundió bajo sus pies una tabla apolillada de la tarima sobre la que solía acomodarse en el solio, y a los gritos acudió un curioso del vecindario y fue trasladado al hospital malherido. Don Melquiades estaba a punto de entregar la cuchara por falta de uso; fue entonces cuando el hábil concejal de cultura le propuso el internamiento en una residencia, donde sería asistido por nobles damas de la beneficencia, a cambio de la donación de su viejo y ruinoso caserón. El certificado de defunción habla de muerte natural, pero se dijo que sus tripas no aguantaron la actividad a la que se habían desacostumbrado; dos años más tarde se inauguraba el nuevo Centro Cultural Don Melquiades, y la cinta, con la enseña nacional, fue cortada por el concejal de cultura, ahora portando la vara de flamante alcalde.
¡Vaya historia! Ese concejal de cultura parece que tuvo otros muchos descendientes que hoy en día tienen sus propios despachitos. Beso
ResponderEliminarQue relato tan maravilloso!
ResponderEliminarMe ha encantado la historia de Don Melquiades.
Me pregunto si tal vez la desarrollará usted algun dia y la veremos publicada. Escribe usted tan bien!
Ya ve, además de ser poeta maneja usted la prosa con maestria. La palabra no se le resiste nunca.
Feliz comienzo de semana
Bisous
Al perro flaco todo son pulgas. ¡Mira que entregar por fin la cuchara cuando empezaba a darle uso!
ResponderEliminarDe todas formas creo que ni el concejal ni don Melquiades hicieron mal trato.
Un saludo
Felicidades por el relato Francisco, es usted un gran contador de historias como ´sta que me parece brillante.
ResponderEliminarUn abrazo.
Ah!
ResponderEliminarQué Don Melquiades!
Me encantó tu historia y muchas gracias por contribuir a enriquecer mi léxico... :)
Besos!
Una historia que te lleva desde la españa del siglo XVI, desde el mítico don Quijote o al hidalgo sin fortuna del Lazarillo hasta el anciano de hoy en día, ilusionado por la vida pasada más que por la presente, abandonado y sin recursos, al borde de la inanición. Buena reflexión sobre el presente, enhorabuena.
ResponderEliminarSaludos
Hoy, desgraciadamente, hay más de un Melquiades que hace casamiento por conveniencia aunque lo nieguen. Un abrazo
ResponderEliminarEstupendo y enriquecedor relato
ResponderEliminarBesos
Nela