9 DE ABRIL DE 1946

Era martes de madrugada, Juan no había llegado a acostarse ni sé en qué menesteres y lugar se encontraría, pues la cama tenía esa noche oficio más noble que proporcionar el descanso. Ana ocupaba el centro del tálamo, toda ella rodeada de mujeres: su madre, la partera…  El reloj de la plaza, tan premioso en la madrugada, dio la una, y en el silencio sólo se oía los suspiros de Ana en cada contracción. Al poco rato repitió el reloj la hora como tiene por costumbre; a esas horas Ojén era un cementerio de sombras opacas y silentes, en el fuego hervía una olla de agua esperando el alumbramiento.

Llegué a la una y cuarto, entre resoplos y júbilo. “Ya tienes la parejita, Ana”. Por lo visto lloré; faltaba mucho para adivinar el significado del valle de lágrimas, pero me inicié llorando, que traducido quiere decir que fui normal. Hasta entonces todo me lo había proporcionado ella, pero pronto aprendí a respirar por mi cuenta y a conectarme a su ubre abundante. Pesé –me contaron- algo más de cuatro kilos y fui muy bien recibido. Mi abuelo Paco me dio su nombre y me llevó a la pila del bautismo en la iglesia de la Encarnación de Ojén; la única iglesia en la que he recibido todos los sacramentos hasta ahora.

Era martes de madrugada. Hoy es sábado, han pasado 65 años y mis padres ya se fueron; me he quedado en la primera línea y ya no los tengo a ellos ni a mis abuelos para que me repitan una y otra vez la historia hasta memorizarla. En unos días celebraremos, también en sábado, el cumpleaños de mi nieto; sólo cinco: abril guarda para mí en su alacena cosas hermosas. Hoy me decido a contar estas cosas porque ya no están mis mayores para relatar la historia; también algún día Alberto, dentro de muchos abriles, se sentirá en la orfandad de la primera línea y tendrá que contar su historia con su propia voz. Esta es la concatenación del pasar de los días, que vienen como hilvanados unos a otros y en la solapa de cada uno de ellos, como flores en el ojal, hay el relato de una vida que nace o que desaparece.

He tenido una infancia muy feliz; jugaba con lo que tenía, que no era mucho, con lo que podía, pero me he sentido siempre muy amado. Hoy también me siento amado. Desparecieron unos y llegaron otros, pero todos me guardan un espacio dulce en sus corazones. Mi esposa, Pepita, es el arbotante de mis días. El físico me jugó una mala pasada hace ya muchos años, pero soy más feliz que nunca y quiero gritarlo a los cuatro vientos. Soy muy feliz: me siento amado, tengo todo lo que necesito y sólo necesito lo que tengo. Tuve un carácter más agrio, pero me he remansado en estos días de aplomo y hago por comprender a todo el mundo y también me siento comprendido y aceptado por todos. Como intuyo que vais a felicitarme, muchísimas gracias a los más de cien de esta ventana.