Cruzar del sur más sur
-con pocos años-
al norte fronterizo y con lengua propia,
además de un refinado gusto por la cocina,
parecía un despertar saciante
de los sentidos,
esos que jamás se encuentran completamente llenos.
En el sur los días y las noches son más transparentes
y los cielos se asoman a los sueños
con el vértigo de otras galaxias merodeando
allá por el infinito;
pero allí las colinas se tiñen
de un verde permanente
y el sol es atemperado y no ciega,
sino que juega al escondite
sin que por ello afecte a la función clorofílica.
No hay vez, no hay turno, tampoco regadío,
pero sí una ducha casi imperceptible,
a la que llaman “txirimiri”,
y cuya armonía es música celeste
y arrullo que acuna a las tierras dormidas.
Allí me aguardaba el fiero mar de Ignacio Aldecoa,
las playas interminables y las mareas
que se ocupaban de acotarlas,
de comprimirlas o de extenderlas;
en suma, una aproximación en latitud norte
que me mostró un mundo desconocido
e igualmente entrañable.
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