Vino a ser un reconocimiento
casi póstumo,
cuando ni siquiera él
tenía capacidad de reconocerse.
Sonó un discurso hueco,
escrito por la mano ajena
de un oscuro secretario,
y le siguió la banda
con acordes estridentes de bombo y platillos.
A los dos días
se habían marchitado las rosas y el laurel
y los paseantes no identificaban
el monolito con la soledad creadora.
Como de costumbre,
el homenaje llegó en las postrimerías,
cuando casi era acta de defunción
y se había acomodado en el olvido.
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