Esta tristeza de cuerpo,
estas adiposidades
sobrevenidas con el calendario,
y las limitaciones como rémora
que van acelerando el reloj de la vida.
Esta rigidez de las articulaciones
y el figurín olvidado de antaño
que duerme en las fotos que nos acusan,
por curvas nuevas que no nos pertenecen
y hasta dan vértigo.
Cuando quise reconocerme ante el espejo
me habían mordido la jovialidad:
ya no era el mismo
y me hacía recordar más al abuelo
que al nieto saltarín que había sido sepultado
tras los brocados áureos del marco.
Pero vino él, un pibe de ultramar,
enjuto y terso como caña de bambú,
fuerte y elástico,
y a base de música y ritmo
fue metiendo en cintura
los desbordamientos de los días ociosos.
Ahora, esto que fue anacronía,
sigue siendo belleza acomodada,
flexibilidad inusitada,
sonrisa que nace de lo confortable
y que se asoma al ayer,
para reconocer en el terso cuero
la piel flexible de ese cuerpo
que nos sigue perteneciendo de por vida.
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