Verano.
El campo se estremece de sed
y la sombra del algarrobo
es un oasis sin agua
desde donde escuchar la
sintonía monótona
de los grillos en su cárcel
de sol.
El romero perdió su flor, mas
no su aroma
en competencia con el
cantueso,
para ofrecer un festival al
roce con ellas
mientras la perdiz canta sus
salmos guturales.
El tomillo invita al festín
y el orégano, granado, a la
recolección,
ahora prohibida.
Sobre el pinsapo, un búho
sestea
la vigilia nocturna
y un macho montés luciendo
cornamenta
se enseñorea sobre un
pedestal de roca
y marca su dominio
territorial
con su sola presencia.
Sol justiciero aliviado con
la brisa
y allá abajo, en el
horizonte azul,
donde se trasparenta el
Atlas,
un sinfín de vidas humanas
buscando
el frunce festivo de sus
vacaciones.
En plena sierra, la vida
transcurre,
como hace miles de años,
oteada por una primilla
con el leve planeo de sus
alas.
Muchas cotas, y en cada
nivel
un mundo diferente. Y todos
ellos juntos,
la maravilla de la
naturaleza que me vio nacer
y que recrea estos días de
encuentro y júbilo.