30 junio 2010

ESTACIÓN DE AUTOBUSES

Llegó sola, traía puesta una sonrisa panorámica que le iluminaba el rosto y buscaba con la mirada el asiento adecuado. Se sentó cerca de mí, hacia mi lado izquierdo. No traía equipaje, sino un bolso de mano y unas sandalias que le permitían deslizarse con pasos mullidos. Se sentó con recato tratando de ocultar con su minifalda vaquera aquello que no mostraba estando de pie. La camiseta, prudentemente escotada, dejaba asomar parte de bikini que llevaba debajo; pero lo realmente llamativo era la luminosidad de su cara oval, el brillo de sus ojos orientales y la melena ensortijada que movía con gracia cuando miraba a su alrededor. Una niña, color de ébano, de unos ocho o nueve años deambulaba por la sala montada en unos zapatos de tacón, posiblemente de su madre. Yo miraba a mi derecha el tablón electrónico de llegadas y salidas y volvía de nuevo para encontrarme con la cara luminosa de aquel ángel, posiblemente oriental, sentado casi frente a mí, a mi izquierda. Llegó él. Vestía pantalón corto, camiseta a rayas y deportivos; se sentó junto a ella y musitaron palabras inaudibles. Sus rasgos me confirmaron que ambos eran orientales, y me quedé a la espera de oírles para adivinar su procedencia.

Estaban en los veintitantos, pero se miraban con impaciencia inexperta y maneras juveniles. Él le echo su brazo derecho por los hombros y se encaramaron con dulzura, sin traspasar los límites de lo obsceno en un lugar público, con el respeto al que posiblemente habrán sido educados. No podía oír sus palabras, pero se decían ternuras que encendían sus rostros; no se acariciaban, pero se hacían gestos que no necesitan traducción simultánea. Frente a mí, un par de jóvenes estudiantes británicos jugaban a las cartas usando como mesa el asiento vacío entre ambos; póker descubierto y las palabras justas para los envites y las justificaciones del que perdía la mano; a sus pies, dos mochilas y varios bolsos imposibles de cargar. La parejita a lo suyo: miradas densas y dulces como la miel, gestos como palabras de silencio y toda una serie de consignas de enamorados que son idénticas en cualquier idioma o latitud. Antes de que pudieran sentirse observados con descaro, volví a mirar el tablón y vi cómo ya anunciaban la demora del autobús de Madrid. Seguía a la espera y no perdía de vista a la niña de ébano con los tacones, la partida de cartas de los británicos y a los jóvenes enamorados no identificados. De repente, se levantaron con prisas de sus asientos y salieron por la puerta número cinco hacia los andenes; sin poder explicar por qué, Salí tras ellos y vi cómo se subían al “Directo Aeropuerto”. Sigo sin saber de dónde son ni qué se dijeron con las gesticulaciones en el idioma internacional del amor. La demora era casi de una hora,continué esperando, pero más desoladamente solo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario