En la actualidad, el día de los Inocentes se ha convertido en aquel en el que los medios de comunicación hacen mofa carnavalesca publicando noticias imposibles o acontecimientos extraordinarios e impensables, pero todo ello viene de la conmemoración de un episodio hagiográfico del cristianismo: la matanza de todos los niños menores de dos años nacidos en Belén, ordenada por el rey Herodes con el fin de deshacerse del Niño Jesús.
Antes de que comenzara a familiarizarme con las inocentadas de los periódicos y sus noticias milagrosas para ese día -las cuales eran desmentidas al día siguiente-, los niños jugábamos a colgar en la espalda del viandante despistado un muñequito de papel para regocijo de la chiquillería, así como dar algún recado falso con el que hacer caer al incauto.
Siempre me ha llamado la atención la impiedad de Herodes, quien para asegurarse acabar con aquel que podría poner su poder en peligro, no le tembló el pulso en hacer una escabechina que seguramente consideraría sin más remordimientos como daños colaterales. Esos mismos daños colaterales que siguen sufriendo hoy las criaturas que no han pedido venir a este mundo, y que son destruidas en el seno materno para que sus progenitores sigan gozando sus vidas, sin reparar en la destrucción de los pequeños inocentes.
¿Tienes sentido seguir celebrando hoy esta fiesta después de dos mil años? Rigurosamente sí. En tanto que haya gente que aniquile a todo ser que pueda rivalizar en potestad con su vida, que no le importe segar la incipiente vida de un inocente para que no le impida seguir reinando en el caos de su egoísmo, está más que justificada la celebración de esta fiesta, ya que las infantiles víctimas inocentes no son el recuerdo de unos hechos lejanos, sino el presente de un mismo crimen.
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