Así como el berrinche de un niño,
que grita, se agita y patalea,
cuando no es consentido y sí contrariado,
a fin de lograr sus denegados caprichos;
así también la tormenta, con su estruendo retardado
y la rabieta eléctrica como flecha incendiaria
que atraviesa los cielos en silencio,
seguida de un barahúnda,
con la velocidad sobrecogedora del pánico.
El cielo se ha tornado de un blancuzco gris espeso,
apenas alcanza la visión al otro lado de la calle,
el silencio es profundo, meditativo, expectante,
ese batido opaco y denso
se ha hecho llovizna;
así también las dudas del bebé
pasan de la llantina a la sonrisa,
sin apenas haber derramado lágrimas.
El niño es un tanto obstinado
y usa todas las herramientas a su alcance
para conseguir lo que quiere,
su experiencia le dice que apunte alto
y monta un terco pollo;
en la calle suenan los timbales
de un fuerte aguacero,
una amenaza fortuita que se supone breve,
pero también intensa.
Ya hace unos minutos que ha escampado,
han dejado de hacer música las canales
sobre el acerado;
el niño duerme plácidamente.



















