Aunque no en todas las latitudes es igual, en el mundo desarrollado la expectativa de vida supera hoy los 80 años, precisamente la causa principal por la que el sistema de pensiones español se siente amenazado. En otro tiempo, como hoy en ciertos lugares del globo, numerosas enfermedades infecciosas y epidemias, al tiempo que la hambruna y una menor calidad de vida, han diezmado la población sistemáticamente; el progreso de la ciencia médica y unas sustanciales mejoras de las condiciones de vida, son la conjunción de hechos que la han prolongado como hace una centuria era impensable.
La consecuencia es que en esta sociedad del desarrollo, hacerse viejo lleva aparejado vivir en soledad, algo que muy pocos aceptan y que revelarse contra ello sólo nos acarrea la desesperanza más absoluta. Salvo los que tienen la desgracia de acabar sus días antes de lo previsto –aunque no sepamos ni el día ni la hora- , despedirnos de esta vida requiere el deterioro físico, lo que suele llevar aparejado tener que ser asistido por terceras personas.
Los hijos y sus conyugues trabajan y los ancianos son un estorbo, a ello hemos de sumar que las confortables viviendas de hoy no disponen del lugar adecuado donde ubicarlos. El abuelo necesita atenciones profesionales que no están al alcance del hogar, los chicos necesitan su espacio y los padres sus escapadas de fin de semana y no perder contacto con su entorno social. Antes o después, si se nos otorga la vida con largueza, todos vamos a ser dependientes y todos terminaremos nuestros días atendidos por extraños: estamos abocados a la soledad, al extrañamiento. Pero la soledad no consiste en no tener a nadie físicamente a nuestro alrededor, sino en no tener a nadie cerca de nuestra alma, latiendo con nosotros.
La sociedad que determina medir a las personas por su utilidad, por su productividad, desprecia la sabiduría de la experiencia y a la vida misma, y se desapega de los lazos con sus progenitores. Esos son los impulsos de este mundo moderno donde lo improductivo no tiene cabida. El anciano viene a ser como un trato viejo del desván, aparcado en recuerdo de un viejo afecto, pero con los engorros de tener que ser atendido de forma permanentemente. Por eso la sociedad, como quien limpia el trastero de cachivaches inservibles, trata de convencernos de la inutilidad del sufrimiento, de la capacidad del hombre para disponer de su vida y hacer que poco a poco vayamos aceptando como remedio a los males de una vida prolongada la dignidad y la asepsia de la eutanasia.
En la cultura del usar y tirar, no sólo molestan las mascotas en tiempo de vacaciones o cuando se ha superado la euforia de lo novedoso, sino que hasta nuestros padres se convierten en obstáculos de nuestra vida, olvidando que caminamos con la inercia inexorable de ir tras sus pasos.
Maravillosa reflexión, Francisco. Qué habilidad con el lápiz y el papel. Gracias.
ResponderEliminar