La muerte representa para el hombre un misterio insondable que le atenaza, una condena de la que no se puede zafar y de la que desconoce el momento en el que será ejecutada. A pesar de que nacemos con el certificado de defunción cumplimentado, a falta de la fecha y sus circunstancias, nadie quiere mirarla de frente, hablar de ella y comprenderla como la caducidad de toda materia, de la que también estamos hechos.
Desde hace unos años, por influencia estadounidente y ésta heredada de los inmigrantes irlandeses, parece que hacemos burlas a la muerte celebrando Halloween o la Noche de las Brujas: se repele el miedo con antiguas supersticiones sobre la muerte y los difuntos, y se mitigan sus efectos con disfraces y calabazas que quieren semejar rostros humanos -con luces de mecha que surgen desde el interior-, fogatas, historias de miedo, películas de terror y el comercio como intermediario haciendo caja con la mofa de moda.
La mitología griega habla de Las Moiras como de las sustentadoras de la vida: Cloto, la que hila el curso de la vida, Láquesis, como responsable del destino, y Átropos, la que tiene en el extremo inflexible de su mano ponerle el punto final. La tradición mitológica de Roma, quien como siempre toma ejemplo del mundo helénico, también asigna a Las Parcas -Nona, Décima y Morta- características similares.
El hombre guarda en su pecho un miedo ancestral al Hades y hace todo lo posible por atesorar el óbolo con el que Caronte le cruce al lado a otro del río Aqueronte. Tanto para el creyente como para el ateo, para el sabio como para el ignorante, la muerte es un tabú que está fuera de toda reflexión y diálogo. A pesar de las continuas quejas, nadie quiere verle la cara al para siempre. Hay quien cree en la reencarnación de las almas, otros en el final de toda existencia y algunos en la vida eterna. Para los cristianos, la vida no acaba con la muerte, sino que es un mero tránsito a otra forma de vida, a la vida mayúscula, a la eternidad gozosa en presencia del Creador.
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