18 julio 2010

18 DE JULIO

Hoy, 18 de julio, la misma vacuidad de otras fechas descoloridas en el calendario, una fecha con historia, pero sin memoria. La fecha me hace retroceder a aquellos días en los que la playa se poblaba de los pueblerinos del interior, una fecha en la que los campesinos cumplían con el rito del ocio dictado y lucían sus torsos lechosos, mientras sus antebrazos, cuello y cara se asomaban achicharrados de intemperie al rebalaje. Era su único día de playa, su único día de ocio al año.

Nadie a mi alrededor parece recordar la fecha que en otro tiempo fuera emblemática; ni siquiera la paga extraordinaria lleva ya la fecha asociada. El viento de levante me acerca de alguna forma a todo el Mediterráneo y, por asociación de ideas, encuentro en la vieja lectura de los Trabajos y días, de Hesiodo, la justificación de aquellos hombres del interior que se veían obligados a hacer fiesta en la efemérides contra su voluntad. Seguramente ninguno había leído: No dejes nada para mañana y pasado mañana, pues ni el hombre negligente ni el moroso llenan granero, pero sí engrandece la obra el celo, pues siempre el hombre holgazán que aplaza la tarea lucha con la ruina.

La playa no estaba muy concurrida, aunque no eran muchos los metros desaprovechados sin alguna toalla, una esterilla y gente casi encuera tostándose al sol. Di un largo paseo. Observé cómo todos estaban encarados hacia el levante, como si quisieran acaparar la totalidad de rayos solares y ofrecer sus cuerpos a la brisa fresca. La caricia del agua en los tobillos comenzó con un repelús de frío, pero llegué a acoplarme y hasta disfrutarla. En la orilla, donde las mínimas olas rompían lánguidas, los chiquillos buscaban afanosos conchas y cargaban con piedrecitas con formas caprichosas y colores que se desvanecen una vez fuera del agua.

Mi torpe caminar no me permite hacer recuento de todo cuando veo y sólo observo algunos detalles. Es 18 de julio, pero ya no hay bañistas en enaguas, ni los bañadores tapan mucho más allá de la pelvis hasta bien iniciado el muslo; el reducido bikini parece resultar molesto y, en gran número, ofrecen los senos al sol y a la contemplación nada tentadora: el apetito se estimula más con lo sugerido que lo ofrecido. Son muchos los que pasean por la orilla. Algunos me adelantan y otros se cruzan conmigo sin saludarnos, sin mirarnos, como evadiendo el encuentro piel a piel. De alguna forma nos seguimos ocultando: nos ofrecemos casi desnudos, pero somos celosos de nuestra intimidad, por eso resbalamos la mirada sin apreciar más allá de los contornos, salvo excepciones obscenas.

Intuyo a lo lejos algo fuera de lo común. Las gafas de sol no me dejan ver con nitidez, pero disimulan la dirección de la mirada. Contemplo por encima de la montura y el sol de frente hace imprecisas las tres siluetas, si bien me confirma la excepcionalidad del acontecimiento. Pocos pasos más tarde creo estar de frente a tres diosas como las cantadas en los Himnos de Homero. Frecuentemente las lecturas me traicionan y no me dejan ver lo que realmente tengo ante los ojos. En este caso, no puedo afirmar qué es lo que vi, pero eso no quita que fuera la misma Atenea, la de los ojos de lechuza, la que venía hacia mí en el centro, enlazada por los brazos de otras dos diosas, como llevada en armas a los brazos de Ares. A su izquierda -a mi derecha-, creo que se trataba de la misma Ártemis, la de las flechas de oro. Sentí cómo me atravesaba el corazón los acordes de su cítara, mientras hacían coros mis silentes gritos desgarradores. A su derecha -a mi izquierda-, Hestia, la doncella engendrada por Cronos, la que decidió ser virgen todos los días. Apenas unos segundos y ya había finalizado el hechizo del encuentro. Me volví torpemente para ver cómo se alejaba de mi vista aquella fusión de lectura y realidad, pero cada vez menos podía distinguir acaso sus contornos. Ahora no sé si me engañó Afrodita o si mi mundo real está más en las páginas impresas que en el encuentro fortuito. En todo caso, no cambio por nada la sensación de aquellos instantes efímeros y eternos.

Poco después fue uno de esos negros que mercadean por la playa -los únicos vestidos-, el que me encontró a mí. Traía sus manos cargadas de relojes como manoplas sugerentes. Rechacé la oferta por no colaborar con la injusta mafia que los explota, mas no se rendía y volvía a ofrecerme un Rolex por treinta €. Me sentí ridículo regateando. La idea de que otros hacen el gran negocio con estas pobres víctimas me martilleaba la cabeza y en mi interior me resistía a la compra. Era senegalés; alto, enjuto, sonriente, amable. Imaginé la distancia recorrida y se me hizo imposible el cálculo. ¡Cuánta hambruna! Tal vez tanta como kilómetros de arena y dificultades entre su país y nuestra playa. Entonces acudió a mi memoria Diomira, una de aquellas Ciudades Invisibles de Italo Calvino, con sus sesenta cúpulas de plata y un montón de estatuas de bronce de todos los dioses. Él seguía insistiendo; como el pescador no rinde su sedal hasta no cobrar la pieza, el senegalés me repetía: ¿Cuánto? Entonces recordé el pasaje del Libro de la Sabiduría donde dice: su esperanza está llena de inmortalidad. El Rolex, tan falso como las maravillas de El Retablo cervantino, había llegado en subasta descendente a veinte €; le entregué el billete sabiendo que al menos el 18 de julio iba a comer.

Un padre y un hijo juegan con sus palas y la pelota cae a mis pies. Hago por recogerla, pero el joven acude al rescate cargado de impaciencia o desconfianza. Poco más allá tres niños hacen castillos de arena que nunca llegan a colmo. Bajo una sombrilla cercana una madre trata de callar a su hija; ésta se refugia en brazos de su padre, quien tiene que dejar de leer el periódico y le ofrece la atención que demanda. Más allá un niño llora desconsolado porque se le ha escapado de su mano el hilo de la cometa y no puede hacer nada por recuperarla. Recordé mi infancia, la infancia de mis hijos, las mañanas de playa con mi nieto, la persistencia recurrente de las vivencias.

Tenía la sensación de haber vivido mis lecturas, de haber leído las vidas ajenas. Seguía siendo 18 de julio, pero a quién importa el pasado. ¡Somos presente!

3 comentarios:

  1. Demasiado tiempo estuvimos recordando aquel aciago 18 de julio, debemos recordarlo, si, pero para no volver a equivocarnos...............

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  2. Po acá el 18 de Julio es el dia de la Jura de la Constitucion, cuando nuestro pais comenzaba a dar sus pasos de libertad del colonialismo.

    Un dia de playa con visiones sublimes para los ojos masculinos.

    Saludos

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  3. Felizmente el 18 de julio es ya casi desconocido para las jóvenes generaciones.
    No obstante fue el origen de miles y miles y miles de crímines e injusticias cometidas y aún no restauradas.
    Pero esa es la Historia en muchos paíeses (mal de muchos...)

    Aunque lo de "no volver a equivocarnos" que dice Rita no lo entiendo. ¿Quién o quienes se equivocaron o nos equivocamos ? ¿Los que asaltaron con armas a la legalidad democrática establecida ? ¿Los que defendieron dicha legalidad ?

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