En numerosas ocasiones,
-también hoy-
he perdido la noción del tiempo
mirando al mar desde la orilla:
las aventuras vividas,
ese ritmo musical y salino
que adormece y envuelve,
el recuerdo amorfo entre lo vivencial
y lo soñado…
La exaltación del azul,
con sus variables de grises y verdosos,
el frescor que acaricia,
la dulzura de los pies desnudos,
el intimismo que integra
y las estridencias de las gaviotas
celosas de cualquier carroña.
La soledad de esas primera horas,
antes de que el sol hiera,
la brisa algo más que fresca
y los hallazgos de conchas y piedras
como perlas de irisaciones caprichosas.
La espera. La fastidiosa espera,
-posiblemente en vano-
y esa duda que deja una espita permanente
soñando lo irreal y lo imposible.