Se mueve con toda soltura
por entre los veladores
de la Alameda:
flaco, enjuto, moreno de
intemperie,
disminuidos sus miembros
superiores
hasta la minusvalía.
Una deformación congénita,
como si hubiera sido
concebido
para la misericordia.
Son sus brazos miembros
secos,
dos palillos de tambor
que sujetan un vaso de
plástico
que acaricia como una hucha
donde recoger las dádivas.
No pide, trabaja la pena de
su deformidad
con sus brazos al
descubierto,
conmoviendo a quienes le
contemplan:
la severidad es el reparto
injusto de la vida
y él es taimado silencio.
Sus ágiles piernas le traen
de nuevo a tu mesa
antes de que termines tu
café o tu cerveza
le hayas dado o te hayas
excusado.
Tiene nombre, supongo, pero
él no verbaliza,
tan sólo usa sus tullidos
brazos
como reclamo compasivo.
A mí estas escenas me descolocan a la vez que me conmueven. Nadie tendría que verse obligado a ejercer la mendicidad entre las mesas. Pero la necesidad manda y, frente a la indiferencia de la mayoría, siempre hay quien se apiade de esta gente maltratada por la vida.
ResponderEliminarUn abrazo, Paco.
Ya me conoces, Cayetano, y si traigo aquí estos asuntos es precisamente a modo de denuncia en voz baja.
EliminarUn abrazo.
la vida es muy injusta con algunas personas desde que nacen.También es injusta esta sociedad que en vez de ayudar a que tengan una vida digna permite esa mendicidad.Saludos
ResponderEliminarAbsolutamente indignante, pero nuestro prohombres parece que no están por la labor sino por la precariedad.
EliminarUn abrazo.
Dura a veces la vida, nadie debería mendigar, es injusticia.
ResponderEliminarLo peor de todo, Musa, es que esto va a más. Hay todo un sector de población que vive al margen del camino, con una vivienda muy encarecida y trabajos precarios y muy mal pagados. Mientras, los padres de la Patria se ocupan de sus escaños y no de articular una vida más humana para todos.
EliminarUn abrazo.