No logro recordar
la conversación de aquella
tarde
en París;
pero no puedo olvidar
el timbre de tu voz
ni el brillo de tus ojos;
tampoco mi estado de
hibernación frente a ti.
Nadie dará por válido este
testimonio,
pero tampoco necesito que
nadie
apruebe o rechace lo que manifiesto.
De nuevo frente a ti
y la perplejidad me atenaza
como se rinde a los rayos
del sol
el más violento guerrero
o se licúa el metal más duro
en el alto horno de tu
presencia.
Vuelvo a tenerte a mi
alcance,
frente a frente,
pero me inmoviliza este
abismo
que se abre frente a nosotros,
turbado por tu
belleza.paralizante.
Hermoso y apasionado poema,amigo Francisco. Cómo me gusta leerte!
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Juan. Uno escribe para esto: para satisfacer su propia capacidad y para satisfacer a quien lo lee.
EliminarUn abrazo.
Un rostro agraciado puede ablandar el acero y el alma. No hay rival.
ResponderEliminarUn abrazo, Paco.
Tienes razón, Cayetano. No estuve en París pero la conozco por las muchas reproducciones en todos los medios.
EliminarUn abrazo.
No me extraña nada esa tu turbación ante la contemplación de una obra de arte tan maravillosa.Saludos
ResponderEliminarGracias, Charo, por tu actitud comprensiva.
EliminarUn abrazo.
Adoro tu capacidad de exaltar la belleza en todo lo que elijes como objeto de tu inspiración.
ResponderEliminarUn abrazo.
Te agradezco esta confesión, Sara. Podría también optar por el feísmo, pero creo que ya hay demasiado desagradable en el día a día como para no poner la mirada en algo mucho más agradable.
EliminarUn fuerte abrazo.