Cíñete esta corona, reina de
mi república;
luce el entorchado de los
días chispeantes
para que todos puedan oír y
admirar
el repicar de campanas
y la pulcritud del cristal
cuando se hace eco o espejo de
tu presencia
y a tu paso se humillan las
flores
y se desvanecen los
arrayanes.
Dame de beber el néctar
de tus labios carnosos,
la granada entreabierta y aguerrida
con la que silabeas mi
nombre
y ensayas decires quejumbrosos
con el silencio intencionado
de tu mirada,
ante la que se paralizan
las órbitas trasnochadoras
de las estrellas.
Déjate ceñir por la
envoltura azucarada
de nuestros días de madurez
con el sosiego que este
tiempo nos impone,
pero con la loca pasión
que queda en lo adyacente
del recuerdo
y en el tuétano de los
viejos enamorados.
La única república donde se admite a una mujer con corona, aunque tan solo sea de guirnaldas. Reina del día y de la noche por derecho propio.
ResponderEliminarUn abrazo, Paco.
Precioso!
ResponderEliminarUna corona de oro para la reina de tu castillo.
Un fuerte abrazo