Todo comenzó con unos espasmódicos bostezos; la montaña tuvo abrideros de boca y unos retortijones como de fuego nacieron en sus entrañas. De repente, nubes sulfurosas helicoidales que se expandieron por los aires y lo cubrieron todo; como consecuencia, una bandada de pájaros desorientados por la ola fétida cayeron desplomados por el calor, se fundieron sus alas como ícaros inertes y se precipitaron en el vacío. Poco después, como un rebuzno infernal retumbó desde las entrañas de la tierra y la naturaleza se transformó al instante en una foto fija en el que nadie ni nada se movía; los árboles, como anticipándose al cronómetro de los sensores, se quedaron mustios y con la pérdida de las hojas parecían escobones membranosos que anticipaban el apocalipsis.
Después del tercer rugido, ya todo cubierto de una densa fumata amarillenta con tornasoles grisáceos, verduzcos y dorados, salió la primera arcada rojiza por el vértice del monte, donde ahora se hacía visible una boca descomunal por la que vomita fuego. Era una masa viscosa, un río de fuego que bajaba parsimonioso por la ladera, sin prisas, sin pausa, y aniquilando todo vestigio de vida a su paso. Tras la lengua de fuego el paisaje se hacía desolador: no quedaba rastro alguno de vegetación y los regatos se colmataban de magma que se iba tornando en bloques grises y opacos que lo cubrían todo.
Ninguna víctima humana. El pastor cuenta que su perro se negó el día anterior a conducir a las cabras el al monte y no pudo sacar a los animales del aprisco. En su lento caminar de los ríos de lava hacia el mar todo se había trasformado en muerte. En cuanto llegaron al agua las primeras remesas del vómito de los montes, le levantaron sobre las aguas densas columnas de vapor de agua que lo cubrieron todo. Protección civil dictó órdenes de evacuación, pero los pocos habitantes de la zona se sentían aún más vulnerables a nivel del mar que en las alturas; no les faltaban razón: unas horas más tarde una sucesión de olas de muchos metros de altura vino a sofocar el ardor de la tierra y a rematar la faena de exterminio.
Oportunísimo este post, Francisco. El espectáculo de un cráter en erupción es grandioso, pero la muerte que siembra a su alrededor también lo es. Yo de un volcán lo más cercano que he visto es el parque nacional de Timanfaya en Lanzarote y nada más de pensar lo que debió de ser su estallido sobrecoge.
ResponderEliminarMe alegra enormemente que mi blog te sirva de entretenimiento. Un abrazo.
No he visto nunca un crater en erupción aunque al leer tu relato me da la impresión de estarlo presenciando.
ResponderEliminarCreo que voy a ser asidua lectora tuya. Me gusta, un abrazo
Ya no podré decir que nunca presencié la erupción de un volcan, porque tu descripción es tan auténtica , nítida y precisa que te aseguro que la ví con todos mis sentidos en acción.
ResponderEliminarCon el relato y la foto , no me quedan dudas que oí el bramido de su furia y sentí el calor quemante de su lava.
¡Felicitarte es poco!
Un beso.
Juliana