Pintura de Rubén Belloso
Pasea su cabellera alborotada zigzagueando la ciudad de un lado a otro; sin rumbo, pero siendo recurrente en cada una de sus paradas. Verano, altas temperaturas y no se desprende de la gruesa chaqueta de lana con capucha que lleva puesta. No lleva calcetines -tampoco en pleno invierno-, pero su taconeo es un soniquete característico que le precede y anuncia su llegada. No pide, aunque vive de la caridad. Va continuamente mascullando palabras, no siempre inteligibles, casi siempre inconexas, que a veces vocea a grito pelado.
Ayer paseaba una fregona como quien lleva una bestia del cabestro, con cierto mimo y temple; continuos cambios de acera y conversación animada, tal vez con él mismo o con el inanimado y despeluchado friegasuelos. De repente, un umbral de mármol blanco, manchado para su apreciación: unos cuantos refregones en seco, una mirada de soslayo, flexionando el tronco para observar con minuciosidad, y vuelta a los refregones para termina su trabajo con cara de satisfacción. Nueva arrancada y otra vez toma de la rienda la vieja y reseca fregona para desaparecer camino de una nueva aventura.
Así es Emilio: una mente alborotada de intemperie, calor, frío, humedades, vientos y quién sabe qué adicciones. ¿Y yo? ¿Cómo seré visto por quienes me observan? Pues como bien dice Erasmo en El elogio de la locura: “es inherente a la condición humana que nadie se halla sin defectos”.
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