Estaba cansada de vivir. De alguna forma ansiaba terminar con todo y con ella misma. Se educó en la calle; creció en la calle. La calle era su refugio y su exilio. No tuvo muñecas y desconocía el significado de disponer de su propia habitación; en ella nada era privativo. Iba de ocupa en ocupa, sin saber ni vaticinar el instante del desalojo; su vida era un continuo desahucio: ahora aquí, luego acullá. Recurrió a la prostitución y aún sentía más asco de sí misma, pero el camino estaba ensayado: su madre y también su abuela eran o habían sido profesionales del gremio. Fue su padre quien a muy tierna edad la había introducido en el sexo; tal vez con cuatro o cinco años fue cuando la inició en el camino, hasta que tuvo edad de escapar y vivir por sí misma. La calle le llevó por todos los vericuetos de las noches frías e interminables, “noches que se hacen más llevaderas cuando te metes algo pa’l cuerpo”. Llegó la droga y con ella la dependencia; con la dependencia mayores necesidades económicas y la prostitución como única puerta de salida. Le daba asco. Todos los hombres eran su padre. Sentía un asco tremendo de sí misma, pero se sometía a la complacencia de los deseos ajenos. Empezó a mercar para no abrirse tan frecuentemente de piernas y llegó la detención, el juicio y la condena; la consecuencia fue una diplomatura en la universidad de la cárcel.
El día que nos conocimos, me ofreció sus servicios amatorios; le respondí con un silencio, pero ella estaba diplomada y sabía el significado de todos los gestos. “¿Qué pretendes, ser mi chulo?” Ocupé su tiempo y nos metimos en un bar donde se calentó las manos abrazando la taza de café. En su mirada había una honda y lejana ausencia; me limité a escucharla; ningún reproche. Esa primera vez a penas dijo nada, pero no dejaba de buscar en mi mirada la compasión jamás descubierta. En ocasiones posteriores fue destilando su pasado como gotas alcohólicas de un alambique. ¿Sabes que Dios te ama tal y como eres? –le dije- y su mirada se hizo interrogativa y desconcertada; finalmente contestó: “Demasiado tarde”. La última vez que la vi estaba apoyada en la pared, más muerta que viva. Al aproximarme me esbozó una sonrisa y me dijo: “El bicho me está matando” -así llaman al sida quienes viven en su vecindad-. Se desplomó. Antes me había dicho que su verdadero nombre era María. La lloré como a alguien de mi familia y la sigo recordando.
Qué historia más triste, pero tan real, y tan bien contada, amigo Francisco!
ResponderEliminarA mí se me cae el alma a los pies con estas realidades...
Un abrazo!
Un caso, un ejemplo. Miles de mujeres en ese mundo, desgraciadas que no saben ni quieren ni pueden cambiar. ¿Viven?... y están a nuestro lado.
ResponderEliminarUna realidad que existe desde el principio del mundo y que siempre existirá, así como siempre habrá pobres y ricos, bondad y maldad, alegrías y tristezas. Imposible desvincular lo uno de lo otro.
ResponderEliminarUn fuerte y calido abrazo
Cuantas Desirés sufren las cosecuencias de la drogam, del engaño, de ser vivtimas de mafias en bares de carreteras , por las calles y a luz de las farolas. Cuando no maltratadas por algún chulo. La profesión más antigua del mundo no se ha extinguido.
ResponderEliminarBien tiste pero cotidiano. Nos acostumbramos a tantas cosas...
Un abrazo
Triste historia, en verdad que sí.
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