Recuerdo la playa de mi pubertad
como la cancha
inexistente,
─entre sardinales
varados─
donde competir descalzos
y llegar el primero sin
demasiado esfuerzo.
A veces, sólo miraba al
mar en paralelo
o de soslayo
cuando trataba de lanzar
piedras
para que revotaran al
menos tres veces,
dejando en cada brinco
sus epicentros ondulados
que se transmitían sin
fin
hasta hacerse
imperceptibles.
También siguen
indelebles
aquellas gaviotas trastornadas
y chillonas
que nos robaban la
merienda
al menor descuido.
Marbella era entonces un
caserío
blanco de cal
y algo desconchado en
ocasiones,
cuyo campanario era
visible desde cualquier punto
y especialmente desde la
mar.
La negruzca arena
se pegaba a la piel con
el sudor de los juegos
y no había forma de
negar
la escaramuza
como un regreso dilatado
y sin horario
cuyas huellas hablaban y
olían a mar.
Todavía hoy, si entorno
los párpados,
se reviven las tardes
de aquellos lejanos
años,
ávidos de juegos,
cuando el sol declinaba
en su fase rosada
anunciando el temido
toque de queda
de regresar a casa.
Ya forman parte de ti esos bellos recuerdos. Van contigo para siempre. Son tuyos y de nadie más.
ResponderEliminarUn abrazo, Paco.
Así es, Cayetano. Seguro que mis amigos y compañeros, habiendo vivido lo mismo, tienen otros recuerdos propios.
EliminarUn abrazo.
Tú hacías escapadas furtivas al mar y yo lo hacía al río y que gratos recuerdos tengo de esos baños furtivos y con el agua bien fría y nunca me pillaron mis padres.Saludos
ResponderEliminarAlguna travesura hemos vivido, Charo, pero no somos malas personas.
EliminarUn fuerte abrazo.
Los recuerdos de cuando éramos pequeños siempre van con nosotros, aquellos años nos hicieron lo que hoy somos.
ResponderEliminarSAludos.
Y esos recuerdos son imperecederos para siempre.
EliminarUn abrazo, Manuela.