14 julio 2010
MONALISA
Era por la tarde, caminaba en dirección al poniente como si quisiera acompañar al sol en su retirada por el horizonte. En Marbella el sol, en su retirada, tiene ecos y acento gaditano. Me percaté de una pareja muy joven, ella con larga melena rubia. Conversaban casi con gestos, uno frente al otro. Sólo se miraban a los ojos, desentendidos del resto del mundo. Evité ponerle facciones, pero no pude impedir ver en ella el rostro de juveniles días de Monalisa. Cuando la conocí, yo canturreaba la canción, pero casi desconocía a Leonardo. Éramos adolescentes. Ella era como una diosa vikinga que me parecía salida del celuloide del Cinema Moderno, yo un joven tímido e ignorante. Nos entendíamos en inglés; bueno, era ella la que hacía esfuerzos por entenderme y yo quien practicaba mi escaso vocabulario. Tenía una voz dulce; tan dulce como su sonrisa o su iluminada mirada. Su acento era de un poco más al norte, pero hablaba un inglés perfecto y fluido. Las horas en la playa, sentados uno frente al otro, desentendidos del reloj, pasaban como un soplo de brisa, como una vela nocturna; hasta que un día me tomó por las manos y el mundo se estrechó aún más. Aquella situación, ahora revivida, me traslada al verso de mi amigo, el poeta Joaquín Hidalgo: Me embriagué de luz / cuando se unieron nuestras manos.
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En un mundo donde los medios de comunicación luchan por ofrecer la noticia con más morbo, es una delicia leer estas historias tan cuotidianas y llenas de sensibilidad. Gracias Francisco. Un saludo
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