La noche se hace proximidad
a poco de la sobremesa.
Esa luz taimada que se desgaja
de entre las negruzcas nubes,
esa aromática vaharada blanca
que asciende, al tiempo,
que se mezcla con el perfume de las castañas
desde la olla agujereada,
y los campanilleros poniendo música
a la escena que envuelve el atardecer
de esta sevillana postal navideña.
En los veladores se atenúa el frío húmedo
quemando gas, con algo de imaginación,
y escanciando alcohol con algo de generosidad;
los apartamento turísticos
luchan entre sí por la captura de clientes
y la música de las maletas rodantes
disputa con los villancicos
la hegemonía musical del anochecer.
En Belén, donde se espera la Luz,
es muy posible que todo esté a oscuras,
y en Gaza, a oscuras y a ciegas
entre el lodo de la nada, con total certeza.
Nacerá el Niño,
montaremos de nuevo una farsa,
y esperaremos a crucificarle
con la esperanza de que ponga remedio
a nuestra incapacidad de vivir en armonía.
La noche está en tono desapacible
y nosotros nos dejamos llevar
sin movernos un ápice de nuestras tradiciones.
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