Mirad, todo lo lleva puesto encima,
salvo un hatillo, un ligero envoltorio
que ni siquiera sueña con ser ajuar,
menos aún a esperar en un armario.
Mirad, vivir en la calle es exhibirse
para que, con suerte, lo vean
y de escalofrío a quien pasa;
es estar entre el gentío y sentirse solo,
ser perito en vientos e inclemencias
y también en inmutables escalofríos;
es orientarse por las cuatro esquinas
y saberse presencia no visualizada.
Mirad, es ser contador de calderilla
y ver como crece el caudal de la intemperie
muy por encima de las resistencias físicas
y la incapacidad para contagiar misericordia;
es perder la identidad, también el nombre,
y asumir las carencias de todo y de todos.
Mirad, su hábitat no carece de lo esencial:
se acondiciona acomodándose al aire libre,
se ilumina de luminosos de los escaparates,
pero también de los astros y estrechas;
bebe de las fuentes públicas y de los vientos
o de algún repulsivo cartón de mal nombre,
y evacúa allá donde la urgencia se abre hueco.
Mirad, no tiene llaves, ni cartera, ni agenda,
aprendió a adecuarse a cada estación;
no se desviste por no perder la caducidad
y su presente es efímero y barbilampiño,
su pasado un mar revuelto y confuso
que conviene mantener en calma,
y su futuro, marcadamente condicional:
a la espera de seguir siendo mañana.

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