La
palabra no nació en el paladar
sino
en la necesidad comunicativa,
y
abrió sus alas una paloma
por entre los labios del hombre,
que
hizo nido y engoró en el pensamiento.
Hasta
los montes retemblaron
cuando
surcaron los valles los primeros vocablos,
y
fueron rebotando los ecos entre los riscos.
No
entendían nada, pero les conmovía
ese
temblor impalpable que se desplaza en su ámbito.
Al
principio fueron sílabas sueltas,
como
eslabones con cierta cadencia
que
permitía al hombre hacer sones
y
tomar pleno sentido de la novedosa herramienta.
Y
así, subiendo la escala,
se
fueron enlazando unas a otras
hasta
inaugurar la comunicación,
y
fue secundaria, para los momentos de afonía,
la
gestualidad que le había precedido.
De
aquellos primeros balbuceos,
el
sujeto, siempre en cabecera,
se
cuestionaba y se respondía
predicando
acciones
que
se ensanchaban por la comarca
hasta
tomar cuerpo de sustancia comunicativa.
Y
al sujeto existente
se
le sumó el verbo y el predicado,
y
la oratoria se convirtió
en
materia de culto,
y
gracias a este cultivo,
se
hicieron más fáciles los encuentros
y
también las diatribas y las polémicas.
Primero
fue el ser,
pero
luego coronó la cima de la creación
cuando
se comunicaron los hombres
por
medio de la palabra,
si
bien, con demasiada frecuencia,
para
la disputa más que para la avenencia.