En numerosas ocasiones,
-también hoy-
he perdido la noción del tiempo
mirando al mar desde la orilla:
las aventuras vividas,
ese ritmo musical y salino
que adormece y envuelve,
el recuerdo amorfo entre lo vivencial
y lo soñado…
La exaltación del azul,
con sus variables de grises y verdosos,
el frescor que acaricia,
la dulzura de los pies desnudos,
el intimismo que integra
y las estridencias de las gaviotas
celosas de cualquier carroña.
La soledad de esas primera horas,
antes de que el sol hiera,
la brisa algo más que fresca
y los hallazgos de conchas y piedras
como perlas de irisaciones caprichosas.
La espera. La fastidiosa espera,
-posiblemente en vano-
y esa duda que deja una espita permanente
soñando lo irreal y lo imposible.
En la orilla del mar me quedo ensimismado.
ResponderEliminarSaludos
Así nos pasa a muchos, Emilio.
EliminarUn abrazo.
Y acompaño tu escrito con Jorge Sepúlveda, evocando lugares y tiempos felices de mis mayores.
ResponderEliminarUna flor es un diamante, que también decía mi madre
"Mirando al mar soñé... Muchísimas gracias, Merche.
EliminarUn abrazo.
También me gusta mirar al mar, pero al vivir lejos de él, no puedo hacerlo con mucha frecuencia.
ResponderEliminarUn abrazo.
Pero siempre lo podemos imaginar, como he hecho yo desde Sevilla.
EliminarUn abrazo, Antonia.
Una suerte vivir cerca del mar para pasar tiempo contemplándolo. Saludos
ResponderEliminarAsí lo creo, Charo, pero no siempre podemos elegir dónde vivir.
EliminarUn abrazo.